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domingo, 20 de marzo de 2011

Una lección que no olvidaré

Hablando de todo un poco, recordaba anoche con mi amiga Rosario, los cuentos que aún tengo pendiente por contar. Tengo la impresión que probablemente haya descubierto la cura para el Alzheimer, pues con un par de copas de vino, me acordé de muchísimos, mejor comienzo a contar, antes de que el efecto me pase.
Sin embargo tengo el deber de anticiparle en esta ocasión, que si sufre del corazón o es fácilmente impresionable, usted está leyendo bajo su propio riesgo. Recomendación de mi abogado, que prefirió no leer.

Hace muchos años, no les diré cuantos, en cada vacación que podíamos, mi papá nos llevaba de recorrido por varias poblaciones de mi país, viajábamos siempre en su típica camioneta blanca doble cabina que duró varias décadas de recorridos, siempre estaba “flamante”, era la palabra favorita de mi papá cada vez que sacaba su camioneta del taller, después de bajarle la máquina por enésima vez; no tenía cinturones de seguridad, porque no era una exigencia en un principio y cuando años después lo fue, mi papá solucionó clavando una correa de pantalón arriba de la ventana, y cruzándola diagonal por el pecho se sentaba sobre la otra punta y listo, tampoco funcionaban los limpia parabrisas, había que sacar la mano en plena lluvia para moverlas más rápido o más despacio, dependiendo de la fuerza del aguacero; la palanca de cambios tenía un movimiento libre, uno debía adivinar, por la velocidad y el esfuerzo del motor en qué marcha estaba, por supuesto que mi papá la conocía tan bien que no le hacía falta adivinar, él y su camioneta flamante, eran uno solo; incluso tengo la impresión que lloró cuando alguien ofreció comprarla, un año en que yo pensaba que no se vendería sino como chatarra vieja.

Esa camionetita “flamante” nos sirvió por varios años en nuestros viajes de aventura, ya sea para participar de alguna celebración popular, descubrir algún pueblo perdido en la montaña o cuando íbamos de cacería para que mi hermano aprenda a disparar escopeta, cosa que a mi siempre me enfurecía hasta las lágrimas, porque venía como trofeo, trayendo pajaritos tan pequeñitos que los perdigones ya no dejaban ni plumas que descubrir. En fin, así fue como comencé a conocer las costumbres de mi país, entender la mentalidad de las comunidades indígenas y respetar a su gente y su cultura.

Recuerdo como si fuera ayer, (tal vez el efecto del vino ha comenzado a pasar, porque no me acuerdo donde ni hace cuantos años fue) el asunto es que llegamos a alguna festividad folclórica, en alguno de los pueblitos indígenas de mi sierra ecuatoriana, que comenzaba a festejar al Santo Patrón, en esta mezcla increíble que resultó de la introducción del cristianismo a la santería y espectáculos paganos en la época de la conquista y que aún hasta hoy se celebran con actividades heredadas por años, que van desde misas cristianas hasta danzas populares y sacrificio de animales; la gente salía de la misa del medio día, con la bendición del santo cura y el “Prioste Principal”, (nombre de honor, respeto y autoridad que se da un personaje de la comuna, elegido un año antes como el más popular, para que financie los gastos de comida y bebida que han de venir un año después); comenzaba la música con la banda de pueblo, entre flautas rústicas, bombos y platillos, unos danzantes ponían el color y el ambiente se contagiaba, mientras el licor comenzaba a recorrer por los conocidos y desconocidos que iban aglomerándose en la Plaza central.

Mi papá ubicó su camioneta en un lado de la carretera, de manera que podamos acomodarnos convenientemente para disfrutar el espectáculo que iba a comenzar y que no teníamos idea como iba a terminar.
Comienzan los fuegos artificiales, hombres, mujeres y niños se reúnen disfrazados, en espera de la llegada del Prioste principal y los Priostes menores. En medio del jolgorio, vemos salir a unos hombres a caballo ataviados elegantemente, dando a entender que eran los esperados, mientras la gente en su algarabía, danza y corea las canciones tradicionales, otros hombres traen en hombros dos troncos largos de madera, a los cuales estaban amarrados por las patas, 12 aves vivas entre gallinas, gallos, patos y gansos. La ceremonia de “Entrega de Gallo” comienza a dar forma, los Priostes rodean la plaza danzando con los troncos al hombro, cada palo con media docena de aves que aleteaban desesperadas intentando fallidamente zafarse. La gente sigue a los priostes en su danza. Una vez recorrida la plaza, los palos con sus aves, son colocados en el suelo, frente a la Iglesia. De pronto uno de los jinetes a caballo, toma la primera ave desde sus patas alzándola como trofeo, comienza a hacerla girar en el aire mientras galopa entre la gente abriéndose paso, la multitud corre detrás, siguiendo con atención los aleteos exasperados del ave, hasta que el jinete lanza el ave por los cielos lo más lejos que puede.

En un momento de aquellos que tengo grabado en mi memoria, observé uno de los rituales más impactantes de mi vida, tenía como 7 años. Veo a la gente corriendo detrás del gallo que ansía tomar vuelo y escapar de esa turba de seres humanos; sin lograrlo va cayendo al instante en que uno o varios lo agarran de donde pueden, despedazando sus partes en el intento. Unos con la cabeza, otros con las patas, alas y los más afortunados con gran parte del cuerpo, se disputan los pedazos para regresar a la plaza a mostrar su trofeo bañados en sangre, sudor y alcohol, mientras otro jinete comienza el ritual esta vez con un pato o un ganso. Así con la siguiente y la siguiente, hasta terminar con todas las aves. Pocas veces algún avispado corredor, lograba salvar la vida de alguno de estos infelices emplumados alcanzándolo antes que todos y escapando de la jauría de bárbaros que volvían por más.
Una vez finalizada la función, todos aportan satisfechos, con sus pedazos de trofeo conseguidos, para la comida general que preparan las mujeres y que durará 8 días más.

Si no hubiese tenido la apaciguada explicación de mi padre sobre lo que acabábamos de ver, seguramente en este momento, les estaría escribiendo esto desde un sanatorio mental.
Los indígenas celebran el Inti Raymi o ceremonia al dios sol y a la Pacha Mama, que es la tierra, en época de solsticio, para agradecer por las cosechas, es una tradición pagana que viene desde la época de los Incas, una herencia cultural del Tahuantinsuyo que incluye sacrificio animal, en espera de un mejor año cada vez. No hay nada por qué alarmarse. Regresamos a la camioneta mi hermano y yo, sin parpadear, tratando de asimilar la lección de folclore e historia Inca que acabábamos de presenciar, sentados desde un palco natural de tierra y grama.

2 comentarios:

  1. wao, impactante. me imagino el susto que pasaste a tan corta edad y ver esa barbarie, pero como dices es parte del folclore y hay que respetarlo, que dirian las asociaciones de proteccion a los animales?
    por suerte no se les ocurrio a los Incas guindar niños en vez de aves de corral!
    saludos, excelente retalo.

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  2. Es la vida, es la gente y sus costumbres heredadas, robadas, adoptadas, pero tan propias como ellos mismos. Lindo relato que me trajo a la memoria a tu padre, un buen hombre. Abrazos

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