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lunes, 14 de marzo de 2011

Cuentos de mi Papá - Parte II

Y como una va de cal y otra va de canto, corresponde ahora que los lleve de paseo por las historias y cuentos de mi familia, contados de la boca de mi padre y traducidos a este blog por estos intrusos dedos fisgones.
Mientras nos adentrábamos en nuestro recorrido maravilloso de nuestra sierra Andina, mi papá retrocede en el tiempo muchos años y cuenta que tendría tal vez 5 o 6 años de edad cuando su mamá cansada de corretear a este incansable muchachito decidió ingresarlo a un convento de monjitas para que aprenda a rezar; es que sólo la mano de Dios podría con tanto brío “Sin duda mi mamá no tuvo fuerza para rezar conmigo, me mandó donde las monjitas, para someterme al rigor del convento porque yo era muy molestoso, había varias monjitas y unas chicas voluntarias que hacían de catequistas,; me cuenta dándome los nombres y apellidos de cada una, me pregunto cómo hará mi papá para recordar tantas historias de su vida y con tanto detalle y con tantos años encima, si yo a duras penas me acuerdo lo que tengo que hacer, ... en qué iba? Ah si, inquieto y enamoradizo como él era, nace su primer amor imposible: “Era una chica muy guapa y jovencita yo tenía como 6 años y ella tendría unos veinte y tantos, pero cuando uno es enamoradizo, la edad no importa. Yo no faltaba a ninguna clase de catecismo, con eso mantenía a mi mamá contenta y yo podía mirar horas eternas a mi enamorada entre suspiro y suspiro. Nunca pude aprenderme las lecciones, pero me acuerdo muy bien de la Catequista, hasta me peleaba con un compañero que decía que él también era el enamorado; esta chica tenía un hermanito de mi misma edad. Llegué a saber que decirle cuñado era porque había el compromiso que yo era el enamorado de la hermana, comencé a decirle cuñado todo el tiempo, cuñado, cuñado, cuñado, hasta que fue con el chisme llorando donde la Madre Superiora. No me lo imaginé, cuando viene la monja al curso donde yo recibía las clases de rezo, me hace parar al frente de la clase y me dice: “así que voz eres el que le anda diciendo cuñado a este niñito, -Madre Amelia vaya a llamarle a los papás de Manuelito y a la chica, para hacerles casar en este instante!”, yo sentí que me ponía de todos los colores, que vergüenza!,” – sin contener la risa, sigue – “me puse a temblar del miedo pensando que en serio me van a hacer casar!, cuando el rato menos pensado, siento correr por las piernas algo calientito, que susto tendría yo que cuando me manda a sentar voy dejando una poza de orina junto a la Madre Superiora y a mi enamorada, hasta ahí llegaron mis humos. Nunca más le llamé cuñado.” Y como si esto no fuera poco, aquí les va otra.

Me cuenta que San José, al igual que muchos pueblos de la región, tiene varias festividades al año: 1ro de Noviembre, día de todos los Santos, independencia, navidades, carnavales, Fiestas de San Pedro y San Pablo, San Miguel, solsticio de verano, e invierno, etc., cualquier pretexto es bueno para reunir a la gente y pegarse una bailadita de confianza o demostrar habilidades al sexo opuesto; dentro de las actividades organizadas están las famosas Corridas de Toros de Pueblo: escogido el lugar, tal vez la típica cancha de fútbol, sobre suelo de tierra, se armaba una plaza improvisada con maderas para formar el ruedo, balcones endebles parados sobre vigas se juntan a una tarima innovada de escalones acomodados sobre cajas de cerveza o tanques de agua para sentar a las celebridades como el alcalde, su familia y el cura, el pueblo que se acomode a donde dé lugar, sobre montículos de tierra, camiones estacionados, buses interprovinciales, unos encima de otros y listo. Vengan los toros que no son de lidia sino de carne, la misma que sería faenada más tarde en la fiesta de clausura. Una contra-barrera de madera que a duras penas se sostiene sola, única protección de los asistentes y un buen par de piernas para salir corriendo cuando el toro resolvía atravesar la barrera y desquitar su furia contra la gente curiosa y envalentonada; la música de la banda popular y el alcohol son los estimulantes para volver a entrar, la corrida comenzaba al medio día, cuando el sol calentaba los humores y el alcohol subía por las venas de los más audaces, la puerta de entrada de los toros se abre ante los resueltos a recibir al toro de frente, muchas veces de rodillas, dependiendo del grado alcohólico del atrevido, armado de valor sin más protección que un saco o su mismo pecho descubierto. Porque así es el hombre de mi tierra, atrevido e inconsciente.
La corrida se convierte en exactamente eso, una carrera por la vida, dentro y fuera de la plaza, la gente grita su desespero, tratando de evitar lo inevitable, tratando de que no ocurra, o tal vez si, aquello por lo que fueron a ver; la música alza su tono, más alcohol para los asistentes y para los enceguecidos por la bravura, que saltan al centro de la plaza para demostrar su hombría a la dama que asustada espera el regreso completito de su amado; algunas torpes piruetas o tal vez unas verónicas coreadas con el  “OLÉ” de la gente contagiada entre susto y adrenalina antes de la siguiente cornada, mientras el toro atolondrado por el bullicio y el gentío, arremete a diestra y siniestra contra lo que se cruce: capotes, piernas o cuerpos, arrastrando a su paso, con los improvisados toreros.

En uno de esos momentos, cuenta mi papá, que vestido y ataviado para la fiesta, pasaba por delante del balcón de una de las muchachas mas guapas de la poblada, enamoradizo como era, quiso coquetear su facha: traje de poco uso recién planchado, heredado de su hermano mayor, zapatos betuneados con detalle, sonrisa practicada y un piropo al azar, todo planeado, cuando al pasar muy elegante a saludar a la susodicha, que se encontraba en el balcón de su casa, algún soquete se le ocurre gritar, “los toros! los toros! se escaparon los toros!” la gente desesperada, sale despavorida, justo en el momento en que mi papá intentaba quedar como un atleta dando un salto sobre un charco de lodo que se había formado, frente al balcón de la bella, “quién sería el desgraciado que se le ocurrió gritar justo en el momento que daba un salto olímpico impecable y me decía yo “Diosito que me vea”, del susto no alcance la otra orilla y caí en media poza… “Diosito que no me vea”.

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