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miércoles, 23 de febrero de 2011

Cuando Subí al Cotopaxi

Fue una de esas decisiones que uno toma sin pensarlo dos veces, así como cuando la emoción se contagia y uno termina diciendo si si si, aunque no esté muy seguro de lo que preguntaban. Es que yo a veces me doy cuenta que tengo el No dañado. Era un día viernes cualquiera y no teníamos nada más interesante que hacer, así que decidimos subir al Cotopaxi, exactamente a ese volcán nevado que mide 5,897 metros de altura, el segundo más alto en el Ecuador y que se considera aún como volcán activo.

En aquel entonces solo éramos mi esposo mis hijas gemelas de 7 años y yo, todas contagiadas de la energía de mi esposo, aceptamos el reto de subir hasta el primer refugio, al que prácticamente se llega en carro, de modo que la travesía no sería tan dramática después de todo.
Sabíamos que había que prepararse, ahora entiendo que hay que hacerlo con anticipación, pero como no teníamos idea clara a donde ibamos, solo pensé en el frío y llevé abrigos polares, pasamontañas y guantes. Preparé limonada, pensando en el cansancio y la sed, unas galletitas por si acaso el hambre y unos chocolates para la altura.
Emprendimos el viaje cantando emocionados, subimos el páramo del Cotopaxi admirando la flora y la fauna, tan diferente a lo que uno está acostumbrado. Menos mal que llevamos un 4 x 4 porque no hay una ruta muy fiable que digamos. Los paisajes son preciosos: los arroyos lo acompañan con aguas cristalinas que bajan de la nieve y a veces jalan pequeños copos; las llamas o alpacas que corren por las praderas frías y que llevan de piel unos abrigos parecidos a los que traia conmigo; caballos salvajes en toda su libertad, que corren por los pastizales dorados que van cambiando de tono conforme se sube la montaña; de vez en cuando un conejo o un venado; quebradas profundas que terminan en abismos eternos; un cielo impresionantemente azul, todo invita a la paz. A medida que uno se va acercando al nevado se siente el esfuerzo que hace el carro para seguir subiendo 3,000; 4,000 metros de altura, no hay problema, el auto aguanta y el paisaje lo justifica.
Llegamos con un poco de dificultad a los estacionamientos más próximos al primer refugio, 4,500 metros de altura; de hecho al refugio lo veíamos desde lejos, tan solo nos separaba un pequeño camino cuesta arriba de 300 metros entre tierra y nieve. Al fin toparíamos la verdadera nieve!, al fin jugaríamos a tirarnos bolas de nieve como lo hacen en la tv y haríamos muñequitos de nieve, si de hecho llevaba una bufanda extra! yo tomaría tantas fotos y todos seríamos felices.
Fue tanta la emoción al bajarnos del carro que no me dí cuenta en qué momento me dieron un golpe en la cabeza esos desgraciados 4,500 metros de altura!. Hasta ahí llegó mi sonrisa. Solo fue cuestión de abrir la puerta del carro para sentír de sopetón toda la altura encima mío y la falta de oxigeno y así como los páramos cambian de color conforme uno va subiendo, así comencé a cambiar de color hacia el verde olivo. Noo!, me niego a sentirme mal, mis hijas, mi esposo estan tan emocionados que tengo que seguir!. -vamos-  les dije, -ya me pasará- y comenzamos la travesía de cruzar apenas 300 metros cuesta arriba hasta el refugio.
Definitivamente no se puede subir en línea recta, hay que zigzaguear para que el cuerpo aguante, respirar profundo y caminar despacio, era eso exactamente lo que intentaba hacer, pero mi cuerpo se negaba, comencé a dar los primeros pasos intentando seguir el ritmo de mi familia, pero a medida que levantaba el pie del suelo para dar el siguiente paso, sentía que cargaba 500 libras de sobrepeso, sentía que la gravedad iba en mi contra y que otros respiraban el oxigeno que a mi me tocaba; traté varias veces, subia poco y descansaba media hora. En lo que creía que había caminado una cantidad importante, que me estaba tomando casi toda la mañana, en realidad no me había separado del auto más que unos 100 metros -No puede ser!, tengo que llegar a tomarles fotos- con ese objetivo en mi mente volvía a pararme para seguir, pero tan pronto como daba dos o tres pasos, volvía a caer rendida, de rodillas, mi corazón quería salir corriendo igual que los caballos salvajes, que ahora daban vueltas en mi cabeza, me daba rabia, impotencia, hacía un esfuerzo por caminar y no podia, de pronto mi estómago hizo presencia, necesitaba con urgencia un baño, obvio, el siguiente baño está en el refugio 200 metros mas arriba!. Un nuevo intento de pararme unos pocos pasos mas, comencé a ver a luces y caí en 4, tratando de levantar la cabeza, mi estómago me devolvió y vomité todo lo que pude y hasta lo que no. Intenté pararme nuevamente, perdí la noción de arriba y abajo y todo lo ví negro, escuché una voz de algún samaritano que me preguntaba a lo lejos si estaba bien, no pude contestar en voz alta, siempre me ha parecido graciosa esa pregunta cuando es obvio lo que ves. En todo caso, este caballero generoso, me dijo lo que yo sabía, -Señora, usted no puede subir así, está a punto de un colapso cardíaco-. Me ayudó a recostarme cabeza abajo y subió mis piernas sobre unas rocas que amontonó y me dijo que me quede así hasta que mi familia baje. NOOO, tengo que subir, tengo que subir.. las fotos que me estoy perdiendo de tomar de mis hijas en la nieve.. tengo que subir..
No se cuanto tiempo pasé así, no se si el tiempo que pasó yo estuve conciente o no, solo recuerdo que llegó mi esposo y me levantó al auto, mis hijas tampoco la habían pasado bien. En el esfuerzo por llegar al primer refugio les dio sueño, cansancio y terminaron vomitando igual. Nunca toparon la nieve, solo llegaron al refugio a usar el baño y regresaron.
En la bajada de regreso ya a nadie le importó el conejo en el camino ni el venado de porra, solo queríamos llegar a casa y dormir.
Fue una aventura que no olvidaré y recuerdo que me prometí nunca más subir al Cotopaxi, pero solo fue cuestión de que nazca mi hijo y al escucharme cada vez contar esta aventura me decía: yo también quiero subir a vomitar al Cotopaxi.

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