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viernes, 25 de febrero de 2011

San José y otras hierbas

Este año, cumplí un deseo atorado desde hace años en mi agenda de pendientes. Realicé un viaje al pasado o mejor dicho al Origen, de mi familia paterna, acompañada de mi padre, era algo que tenía en espera como cuando es domingo en la noche y uno sabe que no terminó la tarea, esa misma sensación me angustiaba, porque nunca me daba el tiempo.  Hasta que llegó el momento o llegó la decisión de hacerlo. Acompañada de mi hijo, recorrí con mi papá la sierra ecuatoriana hasta llegar al punto donde todo comenzó, pero para poder relatarles el paseo, tengo que transportarlos allá conmigo.

Comencemos por ubicarnos en el tiempo: 1492 a la llegada de los españoles a América... bueno, un poco más acá, San José es una población que apareció en el mapa desde la misma llegada de los conquistadores a estas tierras o quizás antes. Diría yo que amaneció pegada a la montaña, como si perteneciera a ella, sus casas y su gente, su clima y su ambiente, tan antigua como la tierra misma, nació de la bruma montañosa que se forma cuando el clima no define su pertenencia; de repente cuando la neblina bajó, San José ya estaba allí, sus casas construidas de la mano campesina, sus calles empedradas para el paso del ganado y las carrozas, sus plazas definidas por geometría española y su gente, tan ancestral como la historia misma. No me extrañaría para nada, que encontremos el día de hoy, algún narrador testigo presencial de la conquista.

Lo cierto es que, San José nació hace cientos de años, nadie sabe cuantos cientos y se quedó así; estacionado en el tiempo, plantado al propio estilo de los colonizadores, inmerso en un paraje terrenal rodeado de montañas, que intentan proteger inútilmente a San José del obstinado frío que baja de la cordillera por las tardes y noches y del incandescente sol que quema hasta el medio día; San José se quedó pequeño, como una ventana al pasado; sus casas construidas con una mezcla de adobe con paja y sudor, pisos de tierra y cal, techos de doble altura y balcones coloniales, fueron acomodándose en el tiempo, permaneciendo firmes a ante el progreso, tal vez permitiendo la intrusión de algún elemento como el adoquín, pero invariable en su estructura y arrogancia, casas milenarias, con patios interiores, en algunos casos con fuentes de agua centrales, con varias piezas alrededor, ofrecidas como albergue temporal a los chasquis transeúntes o mensajeros caminantes del ayer y del hoy; casonas blancas con grandes puertas de madera, zaguanes largos testigos del paso de  generaciones y generaciones que regresan siempre.




San José posee una plaza central con una eterna fuente de agua en el medio, bancas de cemento, calzadas de piedra y jardines, donde los domingos después de ir a misa, los vecinos aprovechan para calentarse caminando por el parque, sacar las cobijas al sol para que abrigue la noche y  actualizar sus cuentos, mientras los chiquillos corren entre los arbustos que se resisten al maltrato y avance del tiempo. Allí se cosen las más intrincadas jácaras, entre verdades e inventos de un pueblo que anochece entre fantasmas y media luna.

Como en toda ciudad asentada siglos atrás, la Plaza Central de San José, está rodeada de callejuelas ahora adoquinadas y ubica en sus cuatro puntos cardinales, como un damero de ajedrez, al estilo de las urbes colonizadas, los estamentos más importantes para la coexistencia y beneficio de su población; la Iglesia Catedral, el edificio del Ayuntamiento, la Curia y la tienda de mi abuela.

Y no es que quiera exagerar, aunque la exageración era el pan del convivir verbal en aquellos tiempos y en los actuales en San José. Es que el bazar de mis abuelos era la proveeduría municipal: “todo lo que necesite” y literalmente era así: desde víveres, hasta botones, desde el correo hasta el telégrafo, desde la venta de lanas, hasta confección de trajes de sastre, desde tratamientos dentales hasta las curaciones para el alma desolada, se daban por 3 centavos la docena.  No es de extrañarse entonces el porqué siempre las hijas de mi abuelo estaban tan bien informadas de todo lo que sucedía en San José y sus alrededores; porque no hay ningún vecino vivo, ni muerto que se respete, que las aludidas no se jacten en conocer.

De hecho, la principal actividad, los domingos después de haber madrugado con el rosario de la aurora y asistido al cura en las misas de las 5, 6 y 7 de la mañana, consistía en revisar los anuncios de obituarios de el periódico para enterarse de los últimos fallecimientos ocurridos en los alrededores, el abuelo del vecino de la comadrita, casado con la prima del tío del compadre y acompañar en el llanto al difuntito desconocido y sus deudos que recibían con agrado la visita de solidaridad póstuma y sus lágrimas trabajadas según el “manual del llanto” de Julio Cortázar.

Esta es, otra singularidad de San José, “el compadrazgo”, no importa si se conocen o no, el vecino y sus derivados adoptan la relación de manera automática, apenas nace. No es de extrañarse que uno vaya por la calle y todos lo saluden compadréandolo amablemente; aunque no lo conozcan y peor si saben que uno forma parte de la generación de mi abuelo, aunque no haya vivido nunca en San José.

Es que es imposible no terminar siendo compadre en algún momento, cuando todos se conocen y cuando todos los acontecimientos familiares, nacimientos, bautizos, matrimonios y hasta muertes de cualquier poblador de San José tenían que pasar por la aprobación de mi abuela, que en caso de fallecidos, daba hasta el “bien morir”. Así de importante es la presencia de mi abuelo y su familia en el desarrollo de San José. Casi me atrevería a decir que no se puede separar una cosa de otra, hablar de San José, es hablar de mi familia 500 años atrás.

Y como la historia es larga y me comprometí con relatos cortos, dejaré ahí la viada, con la esperanza que vuelvan a leer mi blog y me acompañen en la aventura de recorrer mi país y el pasado.

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