Mis
nervios han sido alterados, reconozco que estoy agitada, inquieta, perturbada,
no logro provocar una conversación coherente, incluso me enojo con facilidad,
tu no tienes la culpa, lo siento, son mis nervios, ¿será que debo parar? Tal vez
merezca un descanso, eso es: Dormiré durante dos días y dejaré de pensar…
¡Me
han atropellado! Eso es lo primero que pienso cuando me despierto. Tal vez haya
perdido también la memoria, dicen que es la consecuencia de los
atropellos, pero lo recuerdo todo y
contradictoriamente hasta me da ternura…
Un
pequeño cuarto de hotel, paredes blancas sin gracia, un piso de baldosa desgastada,
una mesa de madera simple, una silla y una lámpara; una ventana tipo persiana
que da a la calle, donde obvio, falta una hoja de vidrio que deja entrar el
devenir de la gente, escucho sus pasos, sus conversaciones, de vez en cuando
una motocicleta que sube o baja, unas risas y a veces por las noches algunos
chicos celebrando su juventud o sus amores clandestinos… lo escucho todo porque
aunque quisiera, no puedo evitarlo, si mi cama da a la ventana que está pegada
a la calle. ¿Qué más puede pedir un escritor? Pienso que así debió vivir Cortázar en sus
mejores tiempos cuando vivía en una posada o Hemingway antes de lanzar sus afamadas
novelas en la post guerra, ¿será que este es el mensaje que me traen las musas?
Lo tomo así y me acostumbro, es más,
hasta le tomo cariño. Es la habitación
que me han dado para que acomode mis cosas, como invitada entre de un grupo de
escritores y artistas que vinimos a exponer en la Diáspora Africana en el
entorno de la Feria del Libro en Costa Rica. No pasa nada, estoy contenta, es precisamente
el lugar que un escritor necesita para inspirarse, nada de lujo, gente amable y
sencilla, amigos estupendos.
Sin
embargo hay algo que no puedo sobrellevar y que me ha hecho salir corriendo de
este idílico escenario literario. No quiero que suene a exageración, pues no lo
es, junto al cuarto “norte” donde estoy hospedada, junto a mi cama que da a la ventana,
junto a la ventana que da a la calle, está una estación de trenes que algún
brillante presidente decidió rehabilitar hace dos años y que cada media hora
anuncia la llegada imponente de 20 eternos vagones de carga y pasajeros, tiembla
el cuarto y el tren se abre paso entre la gente y las calles con un ruido escandaloso,
ensordecedor, estridente y perpetuo, tocando su sirena hasta dejar pasar el
último vagón y callarse. Dicen que el
tren pasa una vez en la vida, pues en apenas siete días de mi vida en Costa
Rica, ha pasado ese “bendito” tren alrededor de ¡250 veces! Vivo cada media hora y muero al sonido de la
siguiente sirena cuando viene el tren y pasa por encima de mi, en mi pequeña
cama, en mi pequeño cuarto, en mi pequeño hotel, de mi pequeño mundo y me
atropella otra vez.