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viernes, 3 de junio de 2011

El Bien Cuidao

Lo he visto desde la ventana del hotel en el que estoy asistiendo a una conferencia sobre el Desarrollo Industrial de las Grandes Ciudades. No alcanzo a entender la charla del expositor, mis oídos se han bloqueado a las palabras para dar paso a las imágenes que estoy captando a través del ventanal, hacia la playa, hacia el muelle que bordea la autopista; es un hombre que ha cruzado la vía, ha bajado por el muro de contención que protege la entrada del mar, camina entre los arrecifes sedimentados que la baja marea nos deja ver, este hombre de mediana edad, con una delgadez que pareciera cadavérico, alza una roca, otra y otra, buscando algo dentro de ellas, finalmente se detiene y levanta una, la coloca a un lado, obtiene bajo de esa piedra, una bolsa plástica negra, la abre, saca su contenido y lo extiende sobre la roca, lo plancha con sus manos, tiene mucho cuidado al hacerlo, se levanta, se desviste la camisa puesta y se viste la encontrada, arregla su presencia como si estuviese frente a un espejo, dobla la camisa usada con el mismo detalle con el que planchó la anterior, la guarda cuidadosamente dentro de la bolsa, la amarra muy duro y vuelve a colocar dentro del hueco debajo de la misma piedra…

No puedo dejar de pensar en él. La Conferencia continúa con las estadísticas de inversión, mientras yo bajo las escaleras del hotel apresurada para encontrarlo en el camino. Cuando me acerco lo veo sentado en una banca frente al parque, es mucho más joven de lo que pensé pero sus ropas sucias y arrugadas le suman tantos años como su piel morena quemada por el sol, lleva unos zapatos sin cordones probablemente 2 tallas más que su pie, que justifica su arrastre al caminar, me mira y sabe que quiero acercarme, pero tanto él como yo sufrimos de los mismos estereotipos que la sociedad nos  ha impuesto, lanzándonos hacia polos opuestos.

“Hola” le digo, “¿puedo sentarme?” se hace a un lado, dejándome espacio. “Te he estado observando, tengo curiosidad por saber ¿cómo llegaste hasta aquí?” me mira con ojos intrigados, intentando entender el contenido de mi pregunta, le ofrezco los panecillos que saqué del bufete antes de bajar. Los acepta y me dice “¿qué quiere saber?”, “quiero saber tu historia”.

“A los nueve años vino lo de la invasión” comienza a contarme sin tapujos ni complicaciones, “Estábamos jugando en la calle, allá en el Chorrillo, por onde yo soy, patiando pelota, cuando vimos pasar los camiones del ejército, no sabíamos qué pasáa, hasta nos emocionamos y los seguimos corriendo, pero unos soldados nos llevaron al Albergue de Fátima, los curitas nos recibieron pero no nos dijeron ná, quise regresa pa mi casa y no me dejaron, Jaimito escóndete, me decían, no vi a mi mamá durante una semana, tampoco volví a ver mi casa, desde el Albergue solo escuchábamos los tiros y las bombas que caían, por la noche solo se veía el fuego y a la gente gritar, tenía mucho miedo, pero no podía salir ni averiguar”…

Para 1989, Los Estados Unidos habían decidido invadir tierras panameñas después de una larga disputa en contra del líder militar Manuel Antonio Noriega, en una sola noche, cuando el pueblo dormía, la Hora H llegó a la 1 de la mañana acompañada de bombardeos y disparos contra los batalloneros del Chorrillo, que protegían al dictador y sus cuarteles, todo estaba tan planificado que durante el día anterior las fuerzas militares americanas, habían ido introduciéndose entre la población para poner a buen resguardo a los civiles y niños inocentes; esta incursión militar dejó al barrio El Chorrillo, completamente destruido, pero sus secuelas estarían más allá de las visibles...

“Cuando terminó tóo, ya no teníamos hogar” —sigue Jaimito, “mi mamá se enfermó, éramos 6 hermanos y mi papá se fue, me quiso llevar con él porque yo era el menor, pero yo no quería dejar a mi mamá enferma, así que cada vez que podía me escapaba y la iba a ver, yo sabía que no era culpa de mi mamá, usted sabe”, —me dice tratando de justificar a su mamá, “ella estaba muy deprimida”.
“A los 12 años me mandaron pa un centro de esos que recuperan jóvenes de la calle, porque a veces no tenía onde dormir, le voy a ser sincero, yo era como que muy travieso, ahí conocí mucha gente buena y también pandilleros que me invitaban a robar, pero yo no quería eso doña, yo quería ganar una platita cuidando carros. Me decían “el bien cuidao””, se detiene un momento en su relato, me mira y me dice “nunca quise caer en la droga doña, pero la vida es dura y cuando uno está solo no tiene deotra”, “¿y tu mamá?” le pregunto; “una vez cuando estaba en el centro nos llevaron a bañarnos a un río, yo no quería ir, porque la noche anterior soñé que venía un ángel, algo así como un espetro y me decía que no vaya, que me va a pasar algo en ese viaje, se lo dije al cura y me dijo que me deje de supertecias… superticias”; “supersticiones” —lo corrijo, “si eso; cuando llegamos al río me tiré pa nadarlo y sentí que algo me jalaba de los pies, doña, se lo juro que no miento, me asusté tanto que cuando salí no quise entrar más al agua, entonces el cura me llamó y me dijo que había recibido una llamada, que mi mamá taba mal, que la entraron al hospital y yo tenía que regresar”. Desvía mi mirada, buscando las palabras entre los carros que van saliendo de la Conferencia y me dice: “no alcancé a llegar, mi mamá estuvo llamándome y no alcancé a llegar”. El silencio se va llenando con los pitos y motores de los autos, se levanta y camina hacia el hotel para cobrar su “bien cuidao” se voltea y me dice antes de alejarse: “No fueron las drogas lo que la mataron, mi doña, fue la depresión”…