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martes, 24 de mayo de 2011

El Secreto de la Hacienda

Habíamos viajado tanto que lo único que quería era llegar. La excesiva humedad y los 40ºC que hacían provocaban un sopor permanente que fastidiaba, no entraba brisa alguna por la ventana abierta de la camioneta -blanca doble cabina- que intentaba acelerar la ruta entre sobresaltos, “ya falta poco” había dicho mi padre en repetidas ocasiones, pero el camino parecía no entender esa frase y la selva cada vez se ponía más espesa.


Yo no concebía el porqué había dicho que sí a ese viaje tan absurdo que me sacaba de mi comodidad en la gran ciudad, ya no era la niña de antes, era adolescente, tenía fiestas y amigos, había cumplido los 15, ¿porqué le era tan difícil entender eso a mi padre? Aunque en el fondo de mi ser, sabía que no era mucho lo que podía hacer cada vez que a mi padre se le ocurría uno de aquellos viajes…


Pegué mi rostro a la ventana en un intento por refrescarme y miré de reojo a Fabrizzio. Mi hermano parecía tan emocionado con este viaje como mi papá. “¡Bah! Hombres”, me dije a mi misma e intenté desviar la atención hacia afuera, hacia esos árboles gigantes que se conectaban con el cielo, esa vegetación tan espesa que podría tragar un ser humano sin dar pistas de sobrevivencia, esos caminos tan similares unos a otros que parecieran repetirse cada tramo.


Mis ojos comenzaron a entrecerrarse debilitando mi estado de alerta, cuando de pronto un movimiento inusual atrajo mi atención; aletargada creí ver algo volar entre las raíces de los árboles, fue cuestión de segundos que lo vi moverse de un lado al otro, un ser pequeño, más pequeño que un niño, no era un ave, estaba segura de eso, no alcanzaba a la tierra a ni las raíces simplemente volaba a esa altura. Sentí un estremecimiento por todo el cuerpo y me quedé por momentos sin habla, porque juraría, aunque sea por esos mismos segundos, que ese Ser tan diminuto me miró igual.


Me froté los ojos, me enderecé en el asiento y tomé coraje para mirar de nuevo, esta vez completamente alerta. Fruncí mi seño molesta por lo incrédulo que se oiría contar lo que acababa de ver y porque mi hermano seguramente se burlaría de mi. Preferí callar… en su lugar pregunté a mi padre cuánto faltaba para llegar, sabía su respuesta de antemano: “ya falta poco”…


Tan pronto como arribamos a la casa grande de madera, -construida en plena hacienda que mi papá había comprado meses atrás con mi mamá, durante uno de aquellos viajes que no pude acompañarlos-, bajé de la camioneta apresurada, casi no recorrí la casa, busqué el que sería mi cuarto, desempaqué, vestí mis botas de caucho, tomé un palo de madera y salí decidida: tenía que descubrir lo que vi en el camino. No en vano me conocían por mi carácter temerario y aventurero, muy pocas cosas me amedrentaban y esto estaba muy lejos de parecerse a uno de mis exámenes de química. Mi hermano sin entender muy bien mi arrojo decidió acompañarme, era muy pronto para recorrer el terreno selvático que circundaba la hacienda; intentó en vano disuadirme de los posibles peligros, así que antes que me alejara más, resolvió llevar un machete consigo.


Cruzamos el primer estero con mucha dificultad, porque las lluvias habían derrumbado parte del puente improvisado. Preferimos cruzar a pie el arroyo empantanado que nos hundía de lodo hasta las rodillas. Me prometí volver a ese arroyo en otra ocasión, por la cantidad de peces pequeñitos plateados y renacuajos que habitaban a lo largo. Pasamos los pastos donde campeaba el ganado, los tallos de hierba sobrepasaban nuestras cabezas, cuidando que sus hojas no dejen marca en la piel pasamos otro estero, otro puente derrumbado, otro arroyo anegado. A un costado del camino, casi llegando al bosque tropical, encontramos un árbol gigante tan ancho como ancestral, tan solo como desierto, tenía un hueco en el centro a manera de cueva profunda y oscura por la que se podía entrar casi caminando… era extraño, era el único árbol por este lado de los potreros, no había ni ganado ni rastro de movimiento; daba la impresión de ser el guardián que cuidaba el paso hacia la selva. Mi hermano y yo nos acercamos despacio y de pronto sentí la misma sensación que había sentido en la carretera, estaba segura que alguien nos miraba… No quise acercarme mucho, tampoco quise decirle a mi hermano mi presentimiento, así que dejé que apoyando su valor en su machete se aproxime a la entrada de esa cueva lentamente, tomó coraje y haciendo el mayor ruido posible, golpeó las paredes del árbol hueco antes de entrar… la respuesta fue inmediata, antes de que podamos cubrirnos completamente, cientos de miles de murciélagos comenzaron a salir del tronco sobrevolando nuestras cabezas, formando una nube negra gigante, tuvimos que tirarnos al suelo mientras un ruido ensordecedor nos cubría completamente, traté de mirar de reojo el espectáculo que acabábamos de provocar, porque en medio de ese ruido  estridente que hacen los murciélagos cuando vuelan en bandada asustados, juraría que escuché risas, risas burlonas y continuas que fueron desapareciendo conforme se fue alejando la nube viva; ahora estoy segura que alguien se burló de mí, sentí una pequeña advertencia implícita en ese jolgorio, habíamos abierto el camino a lo desconocido…


Mi hermano se levantó, sacudió su ropa y me dijo: “¿satisfecha?” no sabía si se refería a lo que habíamos provocado o si él había escuchado lo mismo que yo… no me atreví a preguntar.


El final del último potrero estaba cerca, el comienzo de la selva estaba ahí mismo, podía ver sus árboles y vegetación desde donde me encontraba, incluso veía la cerca que habían colocado alrededor, un cerco de madera con alambres de púas que dividía claramente los potreros de la selva, daba la impresión que estaba ahí más para impedir que algo ingrese, antes que cuidar del ganado; pero mi cuerpo en ese momento experimentaba un agotamiento extremo y la tarde comenzaba a caer: el color que toma la tarde cuando cae sobre la vegetación, mientras viene la noche, es de un gris nuboso que confunde el pasto con la maleza y pierde de vista árboles y senderos, impidiendo definir el horizonte;  uno puede terminar perdido completamente a tan solo un paso del camino… comprendiendo esto, Fabrizzio me dijo que ese sería el fin de nuestra aventura por ahora.  No siempre le hago caso a mi hermano, pero esta vez comprendí que ya era hora de volver, hoy era el primer día de nuestra visita a la Hacienda, seguramente mi mamá estaría preocupada, mañana me esperaba una nueva aventura y me prometí que nadie, ningún enano risueño, se burlaría otra vez de mí…

martes, 17 de mayo de 2011

El Visitante Inesperado

Era una de estas noches pasivas, las luces apagadas, el silencio absoluto, todos acostados disponiéndonos a dormir, cuando a eso de las 10 de la noche, entra mi hijo a mi recámara de pronto con cara de inquietud y me dice:

—¿Escuchaste eso mami?”

—No, ¿qué fue?”

—Sonó como si alguien cayera en la piscina

—¡Qué!

Antes de que yo preguntase dos veces, este chiquillo de 13 años lleno de adrenalina adolescente se dio media vuelta, dispuesto a descubrir el origen del ruido…

Me levanté temerosa, tanto por lo que pudiese sucederle a mi hijo en su arrebato, como por el misterioso ruido salido de la nada en plena paz de la noche. Bajamos las gradas en silencio, intenté decirle que tenga cuidado, pero tomó las llaves de la puerta que da a la terraza y la abrió despacio. Me acerqué a la ventana y efectivamente el agua de la piscina se estaba moviendo, como si algo o alguien hubiese interrumpido la acostumbrada paz que tiene el agua en reposo.  Prendí las luces de la terraza, salí detrás de mi hijo en estado de alerta, pero no encontramos nada. No se veía nada, sin embargo el agua estaba aún con movimiento cada vez más leve como comenzando a calmarse, era seguro que alguien la había movido, nos vino la duda entonces: lo que cayó, salió por sus propios medios. Comenzamos a buscar huellas de agua fuera de la piscina, en efecto: Por una esquina de la misma había una mancha grande de agua, el resto estaba seco. Esto confirmaba que no era algo, era alguien que había entrado y salido. Tuve más precaución y miré hacia el jardín. Mi hijo siguió el rastro de agua que llevaba hacia las afueras del jardín, tratando de encontrar otra pista o algo que dé una explicación, pero la oscuridad del jardín no ayudaba mucho. Nada, no se veía nada. Me incliné para ver en detalle el rastro del agua y descubrí unas huellas… ¡Eran las huellas de un gato!. Pobrecito, ese gato no vuelve más por estos lares, reímos un rato con mi hijo antes de acostarlo con un beso. Regresé a mi cama contenta: Al fin tengo a alguien que cuida de mi. Apagué todo y volvimos a dormir.